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En poco más de un mes me tocan las 51 primaveras, el paso siguiente a los 50, el infame medio siglo. La mitad del camino la he pasado desde hace un tiempo y la madurez debería de haber llegado ya, o así me cuentan porque yo todavía no me he enterado. En un momento dato de tu existencia se te cruzan las pocas neuronas que siguen con funciones vitales y te embarcas en una nueva aventura de tu vida. Sacudes un poco de sal de las greñas y vuelves a pecar pescar allí donde empezaste, en agua dulce.

De esto - de la vuelta al agua dulce - si no me equivoco ya hemos hablado, o por lo menos he hablado yo, aquí mismo a lo mejor...no recuerdo. En fin, da igual porque no es este el tema principal que vamos a tocar ahora, pasamos al siguiente capítulo es decir, las consecuencias de semejante revolución. Empieza uno a tontear con las Carpas y acaba metido en la jungla del Borneo luchando con los dioses de los bosques eternos y peces jamás vistos antes. Tela marinera.

Así que un tío con el pelo grisáceo acompañado por otros tres transalpinos se embarca en una algo que no se podría llamar otra cosa que aventura. De las buenas diría. Vamos por partes, que no se ni por dónde empezar. Os ahorro el tema vuelos, esperas, desplazamientos y boberías al cuadrado y llego al grano, o sea a Putussibau, el puesto avanzado del Borneo occidental. De aquí salimos pitando, que la ciudad no da muy de si y tenemos ganas de perdernos. Unas tres hora de carretera, si así la podemos llamar, nos separan de nuestro último alojamiento más o menos, civilizado, que aquí también hemos tirado de fantasía para buscar un adjetivo "políticamente correcto". Ya me entendéis ¿verdad?

La mañana siguiente salimos hacía el lugar del embarque, para remontar el río Embaloh y... shit on your pants little parrot (traducción "cagate lorito"). Nos presentan nuestros medios de transporte, los barcos con los que vamos a remontar el río y a pescar. Si barcos se pueden llamar. Tratase de unas especies de canoas de madera bastante largas pero muuuuuuuuuuuuy estrechas, tan estrecha que si llevas una moneda de dos euros en el bolsillo derecho el engendro escorará por ese lado, y si pretendes asomarte al lado izquierdo para hacer una foto sin avisar a los demás probablemente volcará. Tenemos 3 horas para llegar al primer campamento, estamos sentados en el suelo de esa canoa con las rodillas mascadas por los incisivos y el culo que parece una pantalla Samsung, extra plano.

Empezamos a remontar el río, que no es poco, los marineros son muy expertos en lidiar rápidos y piedras y nosotros demasiado urbanos para dejar de gritar como fans de Justin Biber cada vez que el barco se inclina hacía un lado o empieza a meter agua mientras corta la corriente. No ha empezado mu' bien la cosa pero el paisaje es absolutamente abrumador y merecería ser grabado por decenas de fotos, cosa que no me atrevo a hacer por aquello que el agua y las Nikon - así me lo aprendí yo - no se llevan demasiado bien. Hacemos algunas paradas para pescar y estirar las piernas pero no hay actividad y en avanzada hora llegamos al campamento donde descargamos los bártulos para que preparen la tienda y la cena mientras nosotros volvemos a bajar el río pescando en deriva, en silencio, así como nos recomienda el guía.

Antes de que anochezca estamos otra vez de vuelta al campamento, la tienda o mejor dicho un techo de plástico montado en 6 palos, está ye levantada y el fuego encendido. Agotado pero feliz como un niño en el día de su cumple cojo mi gel, me quedo así como me hizo mamá y me meto en el río a bañarme. Una sensación francamente revitalizante y una inmersión dentro de madre naturaleza que probablemente nunca jamás había probado. Para cenar hay pollo frito y arroz pero os juro que parecía estar en el Celler de Can Roca, tanta era la magia y energía que desprendía el lugar. Es en estas situaciones que se vuelven a apreciar las cosas más insignificantes de la vida y que todo lo que aquí tenemos, y que a veces nos parece insuficiente, es a menudo superfluo. A orilla del río Embaloh te vuelves filosófico y seguramente un ser más sencillo.

La noche entra sin pedir permiso y por aquí es noche de verdad. Tenemos el fuego y un pequeño generador que da vida a un par de bombillas. Los insectos forman nubes inquietantes pero al final de mosquitos hay muy pocos, y a parte dar un poco de asco y grima cuando te contratan como posadero, poco daño hacen. Sobre las 8 o poco más nos metemos en la piltra, es decir un saco de dormir previamente adquirido en una tienda europea. Debajo de nuestra espalda una colchoneta más fina que una hoja de papel e inmediatamente debajo los cantos rodados del río. Una de ellas, quizás la única puntiaguda, se había colocado entre mis costillas. Al principio duele, luego te acostumbras hasta que finalmente te gusta. Los Boy Scouts te preparan al masoquismo, no hay dudas.

A cierta hora de la noche el cielo decide abrirse y empieza a descargar primero cubos, luego barreños y finalmente bañeras de agua sobre nuestro frágil techo de plástico. Con agujeros. Llueve como si tuviese que ser la última vez que cae agua sobre el Borneo. Llueve y no para y la tienda empapada empieza a repartir agua sobre nuestros cuerpecitos asustados. El Ranger que nos acompaña no quita el ojo de la orilla del río. Cada cinco minutos enciende la linterna y observa el nivel. Me percato y si ya estaba agobiado empiezo a agobiarme más. Me veo subido a un árbol con un Orangután que intenta ligar conmigo. Si el río sube tenemos que buscar refugio, y detrás nuestro la foresta es como una barrera, tupida como ella sola. Después de las dos horas más desagradables de mi vida vuelve el silencio, las últimas gotas suenan a gloria y regreso al placer de mi aguda piedra. El Borneo nos ha dado la bienvenida, así de cariñoso es aquello.

Me quedo aquí, lo de la pesca lo finiquitamos en unos días que se me ha vuelto a atascar el "brain" y no corre la sangre por donde debe. Hasta pronto nenazas (así los que hemos estado en el Borneo llamamos a los hombres que nunca han estado allí).

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Estos últimos días estoy pletórico, lleno de optimismo y con unas ganas increíbles que esta mugre que nos llevamos arrastrando ya desde hace casi un lustro se vaya finalmente al carajo. Me levanto de buen humor, trabajo como un burro, siempre veo la botella medio llena, y me encantaría poder transmitir algo de la energía que me electriza a quien necesite un poco para recargar las pilas. En fin, vamos a por todas y con esta post tiraremos directamente la casa por la ventana porque hablaremos de barcos, pero no de un barco cualquiera sino de "el barco", el que nos hace sudar en el sueño más que Gisele Bunchen y Alessandra Ambrosio juntas luchando en el lodo.

De momento he perdido la cabeza para los barcos de mi amiguete Andrea Lia, la serie AL de consolas centrales es a decir poco sensacional. La que más me pone es la AL25, un tamaño perfecto para pescar a jigging o a spinning, pero a lo que íbamos, de eso se trata aquí, de escupir el sapo que tenemos en la garganta y hablar de barcos bonitos y que nos gustaría mimar todos los días, limpiarlos, ir a verlos en el muelle cuando hace mala mar y finalmente sacarlos y dar rienda suelta a la caballería para pasar el día pescando con los amigos.

Aquí no hace falta esconderse o pedir que el paquete con los señuelos llegue a la dirección de nuestro primo para que la parienta no se enfade, esto es el momento del recreo, del sueño libre y que no cuesta ni un duro, o bien cuesta mucho, el tiempo que dediquéis para escribir vuestros comentarios, que para mi vale mucho 😉

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La semana pasada Al Custom Boats, el astillero del amigo Andrea Lia, puso en Facebook la foto que podéis apreciar en esta misma página y me quedé alucinado. Andrea ha empezado con sus barcos en el 2004 y poco a poco ha ido desarrollando diferentes modelos llegando a tener un 19, 21, 25 y 30 pies. Podría tratarse de unos fisherman consola central cualquiera, sin embargo el esfuerzo tecnológico que Andrea ha metido en estos barcos marca la diferencia. Para los AL Custom se utiliza carbono para las superstructuras, aluminio de la más alta calidad y el diseño lo han dejado en las manos de Lou Codega, el creador del Destriero, el barco que detiene el récord del mundo de travesía atlántica además de haber firmado las quillas de muchos de los mejores  fisherman americanos.

El resultado son unos barcos mucho más ligeros que la competencia, que necesitan menos potencia y con unos gastos más reducidos en combustible, que al día de hoy me parece harto interesante.

Ni se lo que los barcos de Andrea puedan llegar a costar y probablemente nunca tendré uno, sin embargo le felicito por lo que ha conseguido en tan poco tiempo y le deseo todo lo mejor para su aventura. Podéis ver todo en su Web

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